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Perdida podría ser definida como
El proceso Paradine actual: un juego de luces y de sombras entre un hombre
y una mujer, con la policía, la sociedad y la justicia de por medio. Como la
obra de Hitchcock,
Perdida se sostiene
con el característico alarde técnico del director así como con su exquisito
groove narrativo, a lo que Fincher añade
esa atracción y querencia por el mal, por la crueldad, por la
imp of perversity, todo ello volcado,
como un pianista drogodependiente, sobre las teclas de la institución
matrimonial y sus aledaños (la seducción, la conquista, la vida marital, el ego
en pareja, el sometimiento, la familia, etc.). Todos estos elementos, junto con
una despiadada y sutil crítica de los
mass
media y de la sociedad del espectáculo (las apariencias como sustituto de
la realidad), componen un
thriller memorable, y un tanto highsmithiano, que coquetea con el melodrama, con el
telefilm y con la comedia negra. Pero
también es un puzzle. Un puzzle que es igualmente un pequeño laberinto. De ahí
viene, quizás, el final. No hay final. No puede haberlo. Como en
Zodiac. No por casualidad, al comienzo
del
film se puede ver, en la casa de
Ben Affleck, un libro de Piranesi. Por otro lado, aunque
el casting no sea nada del otro mundo, la película tiene algún que otro latigazo de violencia rabiosa y muy, muy gráfica, que sorprenderá al espectador, como alguno de los que tenía ese extraño
film que fue
El placer de los extraños, de
Paul Schrader.