Continuación en toda regla de las aventuras y desventuras de la familia
Firefly, una mezcla siniestra de freaks
y bellezas criminales encabezada por el Capitán Spaulding (un apelativo
extraído del clásico de los Hermanos Marx, Animal
Crackers). Es decir, segunda parte de la agrestre La casa de los mil cadáveres. Con una estética con la que Rob
Zombie pretende inmortalizar a los setenta (como volvería a hacer en Halloween, el origen), en realidad, la
película se muestra deudora de la estética y la ética de La matanza de Texas y de varios mitos de la USAmerica profunda,
desde los rednecks hasta el banjo,
desde The Sadist hasta Buffalo Bill
(versión Jonathan Demme, por supuesto), desde Las colinas tiene ojos hasta John Dillinger. En este sentido, todo
el producto destaca por su escasa personalidad. Además, tanto la historia como
los personajes son deleznables, lo cual no es, de por sí, una razón de crítica
pero sí cuando la historia se transforma en una sucesión de salvajadas, mediocridades y
sinsentidos, con una evidente ausencia de intensidad dramatica. En este caso,
el espectador esconde su mirada bajo sus párpados y comienza a recordar la obra
maestra de Tobe Hopper.
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