Decía Claude Chabrol, en Cómo se hace una película, que hay dos
clases de cineastas: los narradores y los poetas. Y que también hay dos formas
de ver una película: como una obra de reflexión o como una obra de sensación.
Pues bien, esta obra de Win Wenders se mantiene en una posición mixta, como una
narración poética. Por un lado. Además, por el otro, el espectador la contempla
como una obra de sensación reflexiva. ¿De dónde surge este amasijo? Pues de un
cóctel en el que se mezclan elementos típicos de un género típicamente USAmericano
(el thriller criminal) y la nueva sensibilidad
estética europea (de una Neuer Deutscher
Film sarpullida por la Nouvelle Vague).
El argumento proviene de la 4ª novela de la serie de Tom Ripley, personaje
creado por Patricia Highsmith que ha sido bien tratado por el cine. Wenders se
queda con los hechos básicos de la novela, incluso con ciertos elementos
geográficos, y la extiende, a brochazos, en una narrativa existencialista y cinéfila por los cuatros costados, lo que refuerza la presencia de dos pesos
pesados del cine de Hollywood, Samuel Fuller y Nicholas Ray, junto con Dennis
Hopper, el enfant terrible de la
política de estudios. Aparte del nombre de Henri Langlois en la dedicatoria del
comienzo. El elemento poético del film,
ciertamente menos poderoso de lo que pareció en la época, es destacado por una
luminosidad hopperiana, de hermosos contrastes de color, esmaltados y
fosforescentes, subrayados por los encuadres kitsch de Robby Müller. Se pueden rastrear otros muchos temas y
motivos en los 121’ del montaje final (excluyendo múltiples escenas eliminadas)
pero también se podría debatir sobre la inoportunidad de la BSO. En fin, un
clásico exitoso del cine alemán contemporáneo, obra de un director que siempre
ha luchado por materializar su propia visión del 7º arte pero que nunca ha
traicionado el tipo de cine que siempre le ha fascinado: el de los EE.UU.
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