Uno de esos films oscuros y malditos que salpican la filmografía española y que
es el producto de una forma artesanal e irrepetible de hacer cine, en un
contexto en el que la industria se estaba reestructurando, de ahí la
proliferación de coproducciones. Por otro lado, es un producto hijo de la
irredenta década de los setenta, patria y madre de todo tipo de experimentos
fílmicos, en este caso siguiendo, en cierta medida, la veta abierta por el gran
Mario Bava (en especial, de su Un hacha
para la luna de miel). Sobre el papel, una simple historia de un asesino
perturbado. En la pantalla, una absorbente historia de múltiples resonancias sobre los desmanes de un coleccionistaa (un ex estudiante de medicina que se encapricha de una
adolescente), con una sugerente ambientación y unas correctas interpretaciones
(en particular, la de su protagonista, un David Rocha exultante, recuperado
para la causa por esos expertos apasionados de Exhumed Movies y Miskatonic Videos). La puesta en escena no escatima en aciertos de todo tipo, como las
escenas frente al espejo, la del árbol sangrante o las de las propias muñecas
que dan nombre al título. En su contra, todo hay que decirlo, hay que mencionar
cierta torpeza en la planificación y en el rodaje de varias escenas, un score que no deja un solo segundo al
silencio y a la sugerencia y, para terminar, continuos y gratuitos movimientos
de cámara, zooms y demás recursos
típicos de la época, por no hablar de ese videoclip insertado en medio de la película o de esa camiseta de cuello vuelto con
logotipo de playboy. Lo curioso del asunto es que la producción parece
adelantarse a obras como Tourist Trap
o Maniquí (aunque, a la vez, puede
hacer recordar en el espectador una de las historias de Al morir la noche).
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