Compras una botella de Bollinger o de Vivue Clicquot, la abres, la vacías en el desagüe y la rellenas de cerveza. Entonces, invitas a un amigo y le dices que hay una fiesta montada en
tu casa. De esto va la película. De las apariencias sociales, del pseudo poder,
de la satisfacción de los goces carnales, del postureo, de un cierto ocio decadente y zafio, para labriegos con
trajes de 1.000 dólares. Pero, ¿cuál es la historia? La siguiente: un joven y
exitoso abogado agarra a un pobre auditor y le introduce en una ciudad llena de
vicios y placeres. Pero, claro también hay cositas malas. Y falsas. Y como el
pobre auditor es un pobre auditor pues se enamora de la niña que ha dejado de
ser ingenua pero sigue teniendo cara de ingenua… Y le enreda… Y la caga. Pero
luego todo se arregla. Y todos felices. Porque el auditor no es un “simple”
auditor. Y, ¿a quién tenemos dando la cara? El abogado es Hugh Jackman. El
triste auditor es Ewan McGregor. La niña falsamente ingenua es Michelle
Williams. Hasta aquí todo ok. Pero el resultado es que, desde el principio al
final, tenemos una historia de tentaciones, convencional, superficial y chorralaire,
apta para adolescentes concupiscentes en plena crisis de los cuarenta. Además,
como ha dicho Javier Ocaña, si la historia se trasladara a Madrid (que se
traslada) o a Aleppo, a nadie le interesaría este thriller de suspense y de iniciación vitosexual. Y es que New York
tiene mucho sex appeal. Las escenas
de cama, por cierto, no son ni eróticas. Así que imaginaos lo demás.
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