Desde Chicago, un matón con la
voz invernal de Lee Marvin debe viajar a Kansas City para meter en vereda a un
ganadero que pretende establecerse por su cuenta, ampliando sus negocios de
carne con el tráfico de mujeres y drogas. No por casualidad, el realismo cinematográfico USAmericano elige Chicago, uno de los templos de la industria cárnica, tal
y como mostró Upton Sinclair en su salvaje La jungla.
Por cierto, dos años antes, Alvin Rakoff también había deslizado una
imagen, en la que se compara a la mujer con el comercio de carne, en Hoffman, amor a la inglesa.
El film cuenta, con ese
aire desaliñado propio de buena parte del cine de género de la irredenta
década de los setenta, la labor del matón Nick y de sus ayudantes, que deben castigar
al indeseable Gene Hackman y a su hermano (el matarife del negocio), pero, a la
vez, también aprovecharán para redimir a una joven Sissy Spacek de su
humillante destino. Correctísimas interpretaciones, ritmo certero, un par de
escenas soberbias (la del homenaje a Con
la muerte en los talones y la del tiroteo en los girasoles), Lalo Schifrin
percutiendo la trama, una fotografía grantwoodiana.
En fin, una película que haría las delicias de El Bosco y de su carro de heno:
hasta tal punto llega el ex televisivo Michael Ritchie en su retrato
sociológico, que no deja de mostrar, con varias resonancias cáusticas y
venenosas, la naturaleza interesada y despiadada de las personas que viven
alrededor del negocio de “la carne”: ese stalag
especista, ese “triturador de carne” infinito y maloliente que hemos creado para los animales de
granja (y, en otros países, para el resto de animales). Pero Ritchie también
muestra otras dos realidades colaterales: la falta de empatía hacia el
sufrimiento de otros seres vivos y la hipocresía que hace falta para esconder
esta cruel situación.
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