Jaime Gil de Biedma es una figura
apasionante: un hombre de letras insustituible, un ensayista seductor, un gran
poeta, un vividor, un burgués “divino” pero “con conciencia de lunes” y con
grandes contactos con el capitalismo familiar, un mejor diarista, un hombre que
vivió su tiempo y que sufrió su época. En 2008-2009, uno de los productores más
versátiles del cine español, Andrés Vicente Gómez, dió luz verde a un antiguo
proyecto biográfico y le cedió el control a Sigfrid Monleón, un director con
la suficiente empatía simpática y lo suficientemente implicado con la vida y la
obra del protagonista y con la historia que necesitaba el personaje, sin
censura y sin autocensura. Se ha hablado mucho sobre las escenas explícitas de
sexo de la película, un rasgo típico de la recepción superficial y paleta de
unos determinados medios de comunicación y, quizás, de un país hipócritamente
remilgado. Lo mismo le pasó, por cierto, al gran Eloy de la Iglesia. En todo
caso, es la España franquista así como la poesía, curiosamente, los dos
protagonistas absolutos del film. Y,
bueno, también el propio Jaime: ese Jordi Mollá que, una vez más, vuelve a
situar a la “farándula española” en cotas de admirable entrega y
profesionalidad. Una película fiel a los diarios del poeta, informada por la
propia experiencia de sus guionistas y por el documentado retrato de Dalmau. En
definitiva, una maravilla visual, con ciertos arreglos de puesta en escena nada
típicos en esta clase de cine que no es comedia, que no es drama, que no es
invención, que no es mainstream. Es
un espejo, imperfecto, pequeño, parcial, puesto enfrente de la vida. De una
vida, por lo menos. La de Jaime Gil de Biedma.
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