Hamlet exclamó que olía a podrido
en Dinamarca. En esta película huele a republicanismo que se mata. Arnold
Schwarzenegger se mete en una de esas historias policiales tan queridas por el
cine ultraconservador de la década de los ochenta sobre un agente que debe
infiltrarse en una organización criminal de Chicago para darles su merecido a
los capos pero, también, para vengar la muerte de alguien. ¡Cómo se nota la mano
ítaloamericana de los guionistas! Los diálogos son particularmente simplones;
la interpretación de Arnold es tan acartonada (y engominada) como siempre; el
contexto familiar y de pareja de la trama es tan absurdo que fuerza a la risa.
Ni siquiera las escenas de acción son especialmente creíbles o tensas. De
hecho, estamos ante uno de los trabajos más flojos de su protagonista, que
acababa de realizar Conan, el bárbaro y Terminator
y estaba en busca y captura para su papel de Depredador. Forma un tándem adecuado con otro semi éxito de la
época, la clembuterada Comando. Sin
embargo, conviene destacar la curiosa y aceptable galería de actores
secundarios: un detective de lo oculto, un malo de Bond, la mujer de un caza
recompensas, un traficante de droga colombiano, etc. Tras la cámara, el
británico John Irvin, autor de Los perros
de la guerra, Historia macabra y La colina de la hamburguesa, tres
pequeños clásicos del cine VHS y Betamax de videoclub.
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