Camaradería de asesinos profesionales (los Navy Seals), entre
misiones antiterroristas, conversaciones familiares en mitad de los montes afganos
donde viven los Talibanes y mucha, muchísima sangre aguerrida y unas gotitas de
“buen rollito” (como la escena de los pastores). Desde el principio al final de
esta épica patriotera, tenemos lenguaje militar (“afirmativo”, “negativo”, “Spartan a base, cambio”, “aquí centro
táctico”, etc.), tecnología de ultimísima generación, una música minimalista
machacona, cámara desenfocada en mano, sangre digital y “un contacto de la
hostia con los del otro bando” (sic). Lo más destacable del film es la idea que parece sugerir: que
de vez en cuando, incluso a los matones de patio de colegio también les dan una
buena patada en el culo. Y, así, como escribió Irene Crespo en Cinemanía, tenemos un título con spoiler. Igual es la única forma de
hacer cine bélico que no sea pro-bélico. Ver a 4 Seals saltando a un supuesto precipicio como si fueran los Take That en el escenario ya es para
mear y no echar gota. Como la calidad y convicción de los maquillajes. O como
la saturación de la pista de sonido. En fin, carne procesada de la buena, recomendable
para todos aquellos que han crecido con el cine de acción rancio, musculado y
ultraconservador de la Golan-Goblus. O, bien, para quienes desayunan Fast & Furious por la mañana y, de
repente, se dan cuenta de que tienen un Seat
Ibiza que todavía no han pagado y están en el paro. “Ahh, coño, pues al
ejército”. ¿Os acordáis de Southern
Comfort? Pues de ese palo. Pero, eso sí, sin la clase, el arte y la malicia
de Walter Hill. De hecho, al final salen las fotos de los “héroes” reales, los
de la operación Red Wings original. A
quienes van dedicada la película (sic).
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