3.5*
Decía Alan Finkelstein que el
Holocausto se ha transformado en una
industria, en un espectáculo para las
masas. Sin embargo, después de 1945 y tras la revelación de los crímenes nazis
y de la Solución Final, pocas fueron las producciones artísticas visuales que
han intentado representar el sufrimiento de la
Shoah. Es como si Occidente quisiera olvidar o, más bien, como si
se autoaplicara el
dictum adorniano:
no puede haber poesía después de Auschwitz. Sin embargo, hubo excepciones
notables a este silencio. Este
film,
por ejemplo, se enfrenta a una de las consecuencias más ásperas de la
existencia de los campos de concentración y de exterminio: ¿cómo vivieron los
supervivientes judíos tras la guerra? ¿Cómo sobrevivieron, con sus experiencias
y recuerdos traumáticos, al día-día? El director
Sidney Lumet, conocido por su
impresionante versión de
12 hombres sin
piedad, rodada 7 años antes, lanza a la cara del espectador lo que Primo
Levi o Claude Lanzmann han intentado hacer desde entonces: una reflexión sobre
el peso del pasado y sobre la dificultad de superarlo, en especial cuando se
intenta esconder bajo capas artificiales de olvido y de normalidad, como hacen
los personajes de
Maus. Esta es la
historia del prestamista
Sol Nazerman, que tiene una pequeña tienda (una
tapadera, en realidad) en New York. Y para terminar de rizar el rizo, a una
reflexión sobre la intrusión del pasado en el presente, Lumet añade una
reflexión sobre los excluidos del presente (negros e hispanos,
fundamentalmente, en una sociedad que los acoge a todos pero que hace que se
exploten mutuamente). Debido a la habitual pericia técnica del director, la
película muestra curiosas soluciones de puesta en escena, entre
televisivas,
teatrales y kafkianas, orsonwellianas en todo caso, con una fotografía en
B&N que ayuda a subrayar el clima de opresión en el que viven los
personajes. Por otro lado, como es propio en su filmografía, Lumet consigue
exprimir lo mejor a sus actores (Jaime Sánchez, Geraldine Fitzgerald y los
demás) y, en este caso, al mismo tiempo, consigue controlar el habitual
histrionismo de Rod Steiger. No es una película fácil, ni complaciente. No es
un
film para ver con los amigos,
palomitas en ristre. Pero sí que es una de las mejores
obras visuales sobre
estas cuestiones tan dolorosas y controvertidas.