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Marcelo, ese periodista arquetípico
de
La dolce vita, es “ahora” un
director de cine que, en plena crisis de inspiración, pone en marcha una nueva
película. El productor, el guionista, los actores, las actrices, los técnicos, todos
los implicados en la misma le acosan para que defina, cuanto antes, su nueva
obra, una obra que tiene lazos fantásticos y de Ciencia Ficción, sobre un
Holocausto termonuclear. Federico Fellini abandona definitivamente su previo
neorrealismo en pos de un nuevo estilo, una mezcla de costumbrismo arrebatado, esperpento
all'italiana, unas
gotitas bien dosificadas de surrealismo simbólico, metaficción y esa especie de
realismo ambiguo, de “
realismo mágico”, que será la característica primordial del resto de su filmografía. En
pantalla, y con la ayuda de un blanco y negro pulcro y prodigioso, se suceden
una serie de situaciones y acontecimientos, aparentemente arbitrarios, pero
que, poco a poco, van dibujando una historia que, desvaneciendo los límites
entre la realidad y la ficción, habla de la creación, del pasado, de la
identidad, de la memoria colectiva y del amor. Una
historia que impresiona al
espectador mediante una puesta en escena vanguardista que alterna entre la
sobriedad, el plano secuencia (ese que tanto amó Berlanga), pequeños
movimientos de cámara a contrapelo (que tanto gustan a Scorsese), una
profundidad de campo apasionante (que seguro que Kubrick conocía muy bien) y el
abigarramiento estético y moral puramente
felliniano.
En definitiva, el canto del cisne del cine de su autor, una película
compleja y
rica que logra vertebrar, como ninguna otra de su filmografía, casi todos los
elementos y obsesiones de su autor. 10 años después, y frente a una tesitura
parecida, Federico volvería a asombrar con la más popular
Amarcord, igualmente poseedora de una BSO deliciosa del gran Nino
Rota.