Extraña mixtura entre los cánones
del giallo, el thriller más convencional y el mundo del toreo, Matador supone una de las películas más estimulantes
de toda la carrera del trasnochado Pedro Almodóvar, abandonando ya el amateurismo anterior. Por eso, ya se
vislumbra profesionalidad en los siguientes apartados de producción: la
planificación, el guión, la dirección de actores, los técnicos, la fotografía,
etc. Jugando con la sexualidad, la muerte y las convenciones patrias, el
manchego propone nada menos que una superposición de dos placas tectónicas
nacionales: la atracción por la sangre y la obsesión por el sexo. Es decir, “Pédrooooooo”
propone una reflexión visual y literaria sobre los extremos del placer, entre
el estoque, la violación, el cilicio y otras perversiones de un pueblo
reprimido y represor. La chabacanería, el puterío, el quinquismo de la movida,
la charcutería y lo carnavalesco del cine de Almodóvar, todo ello se pone al
servicio de una historia truculenta pero estetizada, a caballo entre el
conservadurismo franquista, las convenciones de la religión y de la fiesta y la transgresión
experimentadora, propia de la irredenta década de los setenta. Y, además, el film cuenta con tres aceptables
interpretaciones, la de Chus Lampreave, la de Assumpta Serna y la del siempre titubeante
Antonio Banderas, aquí poniendo los primeros ladrillos de su leyenda de casanova,
de macho cabrío, entro lo cafre, lo rudo y lo “perrito abandonado”. Como
curiosidad, el comienzo de la cinta, con la escena masturbatoria de créditos, despliega
todo un homenaje a ese cine maldito y elaboradísimo que realizó el maestro
Mario Bava (y, en menor medida, Jesús Franco). Todo un guiño al cine de género,
justificadísimo. Años después, Almodóvar volvería a intentar el mismo truco
pero, esta vez, respecto de la obra de Franjú. Y no le salió igual de bien.
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