Un “cochino señorito” andaluz ha
de infiltrarse en la pandilla de salteadores y secuestradores de Lucero, un
bandolero mitificado por los relatos populares pero que se las gasta muy, pero
que muy, mal con todo el mundo. Las razones para esa infiltración son spoiler pero se puede adelantar que hay
un cargo de conciencia y, además, un motivo de venganza, como en todo buen Western que se precie. Ladislao Vajda, el
húngaro errante (como el llamó Francisco Llinás), conocido por películas como Marcelino, pan y vino o El cebo, regala al espectador actual una
obra sobresalienta, desde el punto de vista cinematográfico y narrativo,
excelente en las escenas de interiores e impresionante en los planos generales
y panorámicos, donde toda la acción se entiende perfectamente y se ven y se
disfrutan los detalles, todo gracias a su maestría poniendo en escena la acción.
Además, le película comienza con un admirable retruécano narrativo, que se
cierra al final, algo propio de directores que conocen la historia del cine. El
film, por otro lado, es entretenidísimo
y muestra una violencia inusitada para la época: de hecho, estamos ante una
obra cruel, salvaje e, incluso, tiene una escena, pre-PeTA que ahora mismo sería delito rodarla (en plan Holocausto caníbal). Por su parte, los
actores, especialmente Rossano Brazzi y Fosco Giachetti, están tremendos, aunque
no superan al gran y torvo Felix Dafauce; Emma penella está guapísima y el
resto de personajes cumplen a la perfección con sus papeles. En definitiva, una
película sorprendente, por su dureza y por su maravilloso sentido del ritmo y
de la intriga narrativa.
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