Una de las mejores formas de
definir a David Lynch es mirar una de esas ilustraciones de Norman Rockwell por
detrás. O darles la vuelta: es algo banal, familiar, pero es algo a lo que se le
ve las entrañas. David Lynch es como ver por primera vez el escaparate de una carnicería.
O como fijarse en esos cangrejos que todavía están vivos en el mostrador de una
pescadería de barrio. El cine de Lynch es como un pellejo visto desde dentro. Pero, también, el
cine de Lynch es lo que hacen los personajes de Edward Hopper antes de
encerrarse en sus habitaciones o en sus bares. Algo parecido escribió David Foster Wallace en un artículo suyo que se hizo famosísimo en los noventa, un
artículo que publicó en Premiere. Algo
Lyncheano, decía, es algo banal,
oscuro, surrealista y violento. Y esto es, precisamente, Terciopelo azul. Una canción hermosa, como epítome del American Way of Life, que, en realidad,
esconde un submundo turbio, violento y misterioso. Una de esas “pequeñas películas
excéntricas” en las que Lynch se embarcó después del fracaso anunciado de Dune. Una obra hipnótica, icónica y fascinante. Un film que cimentó la fama y el éxito de su creador. Una película que no gustará a todo el mundo.
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