El precio del poder es la historia de Tony Montana (Al
Pacino), un inmigrante cubano, en los EE.UU. de la década de los ochenta, que
consigue hacerse rico gracias a su falta de escrúpulos y a su ambición. Con
ambos ingredientes -y con una descontrolada violencia- levanta un lucrativo imperio de
narcotráfico en Miami. Brain de Palma presenta, así, su fracasada
versión épica del clásico de Howard Hawks, Scarface (1932), sobre un guión del ex adicto a la cocaína y luego popularísimo director
de cine Oliver Stone. El problema es que Tony Montana es un personaje
antipático y patético, incluso cuando reflexiona de manera autocrítica delante
de sus socios y compañeros. Además, está infectado hasta la médula por el virus
de la autodestrucción, lo que le lleva indefectiblemente al fracaso. Aunque no todo
está perdido porque la película, desde otro punto de vista, es un magnífico retrato del mundo de la
droga, desde su cultivo hasta su comercialización y su consumo, pasando por sus conexiones con
los ámbitos de la política, la judicatura, la policía y los bancos. En resumen, El precio del poder constituye una grandilocuente exageración, violenta y pueril -al servicio de Al Pacino-, en la línea de lo que ofrecería Martin Scorsese con su Casino -al servicio de Joe Pesci-. De Palma
debió arrepentirse de tan egocéntrico, irascible y vacuo personaje porque años
más tarde rodaría una inteligente y comedida especie de secuela, Atrapado por su pasado, con un acertado
Al Pacino.
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