Una de las películas más corrosivas de toda la filmografía
de Frank Capra (quien, por otro lado, era un convencido defensor de los ideales
individualistas y religiosos del republicanismo original y un fiel servidor del
optimismo rooseveltiano de la época).
Basada en la obra de teatro homónima de George Kauffman y Moss Hart y
guionizada por Robert Riskin –colaborador habitual del director-, Capra, en
esta ocasión -en vez de aplicar su crítica feroz a la política (como en Caballero sin espada) o a los media
(como en Juan Nadie)-, nos desvela lo
que hay tras las bambalinas del capitalismo: una vida llena de frustración, represión
y millones de callejones sin salida, lo que dinamita cualquier intento de
entablar una relación humana digna de ese nombre. Sólo hay cabida para los vínculos
levantados sobre la falsedad, el interés y lo pecuniario. Magnífico guión, oportuno
diseño de producción, inolvidables interpretaciones (especialmente las de Lionel
Barrimore –que estaba enfermo de artritis-, Jean Arthur y Edward Arnold) y magnífica
BSO de Tiomkin, para una historia tan subversiva y tan vigente que todavía asusta.
Una de las cosas más entrañables de la película es contemplar el cambio vital
del estupendo personaje de Poppins (Donald Meek) así como la inverosímil –pero
catártica- conversión final. Dentro de ese espíritu de anarquía que insufla vida al film, nada que ver con esa comedia fantástica -con la forma pero sin el alma dickensiana-, al estilo de ¡Qué bello es vivir! o, incluso, de El gran salto, de los Hermanos Coen,
pero sí con Los fabulosos Tenenbaums y con la familia Berry de El Hotel New Hampshire.
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