Basada en un relato del infatigable Stephen King, Los chicos del maíz es un pequeño clásico
del terror adolescente de la ultra conservadora década de los ochenta, con más defectos que virtudes. Sin
embargo, puede seguirse con cierto placer gracias a una propuesta novedosa en
el cine de terror de la época: utilizar el clima de conservadurismo reinante para proponer
una alegoría sobre la religión (sobre este tema es interesante consultar la obra de Harold Bloom, La religión en los Estados Unidos). En una pequeña y apartada comunidad agrícola de
Iowa, unos jóvenes se han adueñado del pueblo para vivir sin juegos, sin música
y sin otras cosas propias de la infancia, incluyendo a los adultos. Están
dirigidos por dos de sus miembros (el profeta Isaac y su mano derecha
ejecutora Malachai), que encarnan a los verdaderos protagonistas del film, por
su omnipresencia, fanatismo y violencia. Con la participación de una
jovencísima Linda Hamilton y con una estética que recuerda ligeramente a Grant Wood, las escenas en las que los maizales parecen transformarse en laberintos
mantienen aún cierto interés, a costa de la devaluación general de la película.
La moraleja de la historia parece decir que “cualquier religión sin amor y sin
compasión es falsa”, lo cual no es, ciertamente, nada baladí. La primera
película de Fritz Kiersch (quien conseguiría mejores logros con su tercer
largometraje, Winners take all), que
dio pie a una cadena de secuelas por debajo, incluso, del
original (sic). El espectador puede encontrar influencias de esta historia en la reciente The Maze.
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