Una pareja de amantes atropella accidentalmente
a un ciclista –cuya muerte es tan insignificante que ni siquiera sale en
pantalla- y se da a la fuga. A partir de ese momento, todo un entramado de
conversaciones ambiguas crearán la sospecha de que alguien les ha visto y, por
lo tanto, de que alguien les puede denunciar. Al sentimiento de culpa por el
crimen, la pareja protagonista debe añadir la insatisfacción que les produce su
pecaminosa relación, basada en la
mentira, el egoísmo y en una fidelidad mal entendida. Toda una bocanada de aire
fresco en el apolillado cine español de la época (salvo el cine de Nieves Conde o el de Manuel Mur, por ejemplo, además del de Berlanga) y una de las mejores
cintas de nuestra cinematografía, de un compromiso neorealista admirable y de
una modernidad fílmica apabullante, en todos y cada uno de sus aspectos -en ese
sentido, hay que nombrar la influencia de Antonioni y su Cronaca di un amore (1950)-, incluida la gran interpretación de
Alberto Closas (por el contrario, la de Lucia Bosé es francamente mejorable).
La perspectiva que el director imprime a la historia permite toda una suerte de
lecturas paralelas (sobre la situación del país, sobre el franquismo, sobre la corrompida
moralidad de la burguesía, cómplice del régimen, etc.), lo que provocó la
persecución de la censura, que metió el tijeretazo en varias escenas así como
forzó el rodaje de un final moralizante y feroz, típico de quienes afirman
estar en posición de la verdad pero no tienen suficiente seguridad en sí mismos
para respetar el pluralismo circundante. Justo al año siguiente, Bardem
regalaría a sus reducidos espectadores otra gran película, Calle Mayor. Nuestro Jesús Franco aparece como asistente del
director, justo 10 años antes de hacerlo para el gran Orson Welles.
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