El director alemán Werner Herzog, tras el éxito conseguido
con parte de su heterodoxa obra anterior (especialmente Woyzeck y Aguirre, la cólera de Dios), llevó a la pantalla Drácula, la novela epistolar de Bram Stoker, sobre la base de la adaptación
cinematográfica de F.W. Murnau, de 1922. Con un estilo lánguido, de un infértil
esteticismo, Herzog compone una historia fría con escasos momentos terroríficos
y muy abundantes puntos muertos, subrayados por un guión torpe, una errónea
iluminación (propia de su forzado expresionismo), un maquillaje excesivo y un
diseño de producción naturalista que alterna entre la ostentación y la mugre,
poco apropiado para una historia que se crece con esa oscuridad escarlata y ese
erotismo malsano que le imprimió Terence Fisher. Sin embargo, Klaus Kinski
impresiona con su caracterización vampírica, si bien Bruno Ganz e Isabelle
Adjani decepcionan con sus respectivos personajes. El trabajo de Popol Vuh en la BSO, termina por desbordar
el vaso de la rareza en que se convirtió esta película, que quería ser muda
pero no supo jugar bien sus potenciales cartas visuales. No obstante lo dicho,
la película (llena de múltiples aciertos que logran ir manteniendo la atención
del espectador), puede ser vista como un limpio homenaje al terror gótico, al
contrario que el aspaviento mainstream
que rodaría Coppola años más tarde.
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