Puede
ser absurdo que un matrimonio de agricultores japoneses, con dos hijos, vivan solos en una isla.
Puede parecer absurdo que, rodeados de agua, vayan a por ella a la costa, una y
otra vez, para regar sus cultivos. Puede parecer absurdo, también, la forma en
que conviven y se relacionan. Y puede parecer absurdo que alguien se moleste en
contar esta historia. Pero si el director es Kaneto Sindô, el resultado es una
maravillosa narración autobiográfica, feroz y emotiva a un tiempo, que se
sostiene exclusivamente gracias a la calidad y a la calidez de las imágenes,
así como a una BSO de Hikaru Hayashi deliciosa y contagiosa. La expresividad de
los actores, un poderoso e invisible guión y el dramatismo de algunas escenas
consiguen dar voz a este poema visual, sin diálogo alguno, que comienza
perezosamente pero que asciende hasta alcanzar el lugar donde se quedan los
recuerdos. Y consigue quedarse ahí por mucho tiempo. Nada que ver con la película
de mismo título dirigida por Boots Plata en 1984 ni con la novela
autobiográfica de Russell Braddon.
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