Wes Anderson, el discípulo aventajado de Stanley Kubrick, vuelve
a uno de sus mundos preferidos en esta comedía satírica de aventuras sobre el descubrimiento
del amor y del sexo, ambientada en un campamento boy scout de los años sesenta y con varias referencias autobiográficas.
Precisamente por eso, los protagonistas podrían ser considerados como la
versión juvenil del matrimonio animal de Fantastic
Mr. Fox, probablemente la obra maestra de Anderson. A fuerza de un
esteticismo impenitente, este inofensivo diorama parece, por momentos, un producto
cinematográfico hiperrealista, a base de insertar tomas descriptivas y pequeños
detalles en la estructura narrativa, y ello a pesar de ciertos anacronismos. La
música (de Benjamin Britten a Hank Williams, de Alexandre Desplat a François Hardy) ayuda a conseguir eso que Roland Barthes llamó “efecto de realidad”, un
efecto que, sin embargo, se queda en el nivel de un spot televisivo.
Temática, visual y ornamentalmente, la película recuerda a esos filmes usamericanos
y británicos, de los sesenta y setenta, sobre el difícil mundo de los
adolescentes, ya sea en granjas del medio oeste o en pleno Londres, como Melody, Tú a Bostón y yo a California, Harold y Maude o algún que otro film de Fielder Cook. Siendo fiel
a esta influencia, no por causalidad, la película está rodada en 16 mm. Por su
parte, Edward Norton, Bill Murray y Frances McDormand se mimetizan con sus
papeles, Bruce Willis pone su voz y sus gestos habituales (a su típico papel) mientras
que Harvey Keitel y Jason Schwartzmann sorprenden en sus respectivos roles. Respecto
de los actores protagonistas, poco que decir: un inglés relativamente inexpresivo y unas
interpretaciones como de obra de fin de curso. Finalmente, para ser
honestos, la película adolece de unos efectos especiales de medio pelo y le
sobran, claramente, un par de escenas que consiguen sonrojar al espectador (por
ejemplo, la del rayo o la de la torre del campanario).
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