Hermie, Oscy y Benjie, tres jóvenes amigos, pasan las
vacaciones con sus padres en una isla de Nueva Inglaterra y viven un verano en
el que conocen toda clase de experiencias lúdicas y formativas. Muchas veces se
ha contado en el cine el despertar sexual de un grupo de adolescentes. Sin
embargo, nunca se ha hecho con la elegancia y la sensibilidad características
del estilo cinematográfico de Robert Mulligan. Respetando con escrupulosa fidelidad
la novela original de Herman Raucher, Mulligan retrata los dubitativos
escarceos amorosos de Hermie (Gary Grimes), quien descubre la experiencia
erótica en un mundo lleno de prejuicios masculinos sobre el sexo y las mujeres
(los de Oscy, por ejemplo), con la única ayuda de su imaginación. La presencia
de Dorothy (Jennifer O’Neill), destrozada por la guerra, terminará por abrirle
la puerta a la madurez. Respecto de la fotografía, hay que señalar que el
trabajo de Robert Surtess es de una belleza plástica admirable, consiguiendo
extraer muchos matices lumínicos a las localizaciones californianas. Además, se
hace un uso muy apropiado de los filtros, para subrayar ese carácter mítico y nostálgico
del recuerdo del protagonista, ya que la historia nos es narrada,
retrospectivamente, en voz en off.
Con evidentes homenajes al cine USAmericano de los años cuarenta, la película
recuerda a otro trabajo de la época, La
última película, de Peter Bogdanovich, que, como este film, también tuvo una secuela. Por último, la hermosa BSO de
Michel Legrand ha entrado a formar parte de la historia de la música.
Riccardo Freda
fue uno de esos directores que probó suerte en casi todos los géneros
conocidos, incluido el gótico italiano
(ese raro subgénero que creció en paralelo a las producciones de Roger Corman y
de la Hammer sobre Edgar A. Poe y los monstruos literarios clásicos, respectivamente), en
el que destacan films como El justiciero rojo,El molino de las mujeres de piedra o El cuerpo y el látigo. En esta película de 1956, Freda cuenta una
historia cuasi folletinesca de misterios, secuestros y asesinatos, con el
típico mad doctor de por medio. En
este caso, al servicio de una aristocrática dama que desea recuperar su
juventud para seducir a un periodista que es el hijo de alguien a quien, tiempo
ha, no pudo seducir ni enamorar. Para ello, el susodicho mad doctor debe inocular a la anciana y despechada protagonista la
sangre de las muchachas secuestradas (en la línea de la Condesa Bathory), para,
con ello, renovar su juventud y su belleza. Lo más destacable de esta película
es el diseño gótico de la producción (obra de Beni Montresor), la majestuosa puesta en escena y la fotografía
en blanco y negro de Mario Bava, quien, por cierto, aplicaría buena parte de lo
aprendido en su maravillosa La máscaradel demonio. Por otro lado, el propio Freda continuaría esta veta abierta
con Lo spettro, al igual que Antonio
Margheriti y su Danza Macabra, de
1964, protagonizadas ambas por la recurrente Barbara Steele. Una de las primeras, por no decir la primera, manifestación del horror gótico italiano.
Una noble película acerca de la aceptación de las carencias propias (en este caso, de la ceguera) y sobre la capacidad del
amor para despertar las ganas de superación personal. Está basada en un relato
del conocido psicólogo Oliver Sacks que, a su vez, está basado en hechos
reales. Sin embargo, ni las interpretaciones (bastante mediocres) ni la
dirección (bastante convencional) logran transformar en excelencia
cinematográfica las buenas intenciones morales de la historia, la cual, aún
siendo más sofisticada de lo que cabría esperar, se alarga innecesariamente. A
la dirección, el premiadísimo productor Irwin Winkler, autor de ese convincente
retrato del macarthismo que fue Caza de brujas. En la línea, por tanto,
de ese cine posibilista y bienintencionado como Esencia de mujer. Y nada que ver, por otro lado, con la admirable El milagro de Ana Sullivan (del
minusvalorado Arthur Penn), o con Un retazo
de azul, de Guy Green. Como curiosidad, el film está salpicado de canciones interpretadas por Diana Krall.
En el cine
francés abunda una noble cinematografía de naturaleza política que, siguiendo a
Jean Renoir, transforma inquietudes estéticas en banderas del compromiso
intelectual. El cine político, por lo tanto, ha manado con particular éxito en
las tierras de La Marsellesa.
Basándose en el asesinato del político griego Grigoris Lambrakis y en los
sucesos que tuvieron lugar en Grecia antes de la caída de la Junta Militar,
Jorge Semprún y Constantin Costa-Gavras construyen un guión preciso, afilado,
que muestra sin idealismos ni contemplaciones la resistencia política así como
el férreo tejido del conservadurismo y de sus relaciones con la extrema derecha
y con los medios de comunicación. Z. (Ives Montand) es un diputado de izquierdas que se propone dar una conferencia
sobre el desarme nuclear y el pacifismo en una ciudad de provincias, aun a
pesar de las amenazas de muerte que ha recibido y de las pocas facilidades que
le ofrecen las autoridades locales. Por su parte, el gobierno y los poderes
fácticos conspiran para asesinar al diputado simulando un accidente. A partir
del momento del asesinato, el juez de instrucción (Jean-Louis Trintignant)
comienza una investigación para descubrir lo que ha sucedido. Para ello,
contará con la colaboración de un periodista. La mujer del diputado (Irene
Papas) asistirá impotente a todo el proceso. Lo que es una lucha ideológica se
transforma en una lucha física, material, pedestre, en la que solo las clases
bajas se remangan la camisa. La puesta en escena, los movimientos de cámara, la BSO de Theodorakis y
el montaje consiguen materializar la tensión de los momentos de lucha, la
tirante investigación y las discusiones entre los responsables, sus cómplices y
la oposición. La fotografía es de Raoul Coutard, el colaborador habitual de la
primera época de la Nouvelle Vague,
especialmente de François Truffaut y Jean Luc Godard. El final, por cierto,
aunque un tanto exagerado, es de una verosimilitud aplastante.
Mulholland Drive es un auténtico tour de force cinematográfico, una película fascinante y de una
variedad visual apabullante (primeros planos, cámara nerviosa, travellings elaborados, panorámicas
diagonales, planos medios, movimientos de cámara, zooms, fundidos, planos desenfocados, etc.). Fruto de una
maduración estilística y temática de la obra de David Lynch es, a la vez, una
síntesis de diversos elementos previos (provenientes, especialmente, de Terciopelo azul, Twin Peaks, Hotel Room y Carretera Perdida) así como un homenaje
cinéfilo constante. Supone, además, el Mister Hyde de su obra reciente, considerando a Una historia verdadera como su Doctor
Jekyll. Lynch dilata y reconstruye un episodio piloto que rodó para una serie de
TV que, finalmente, fue rechazado por la cadena ABC. A través de una extraña y enmarañada historia, con varias
líneas argumentales que se van cruzando así como los habituales y complejos
puzzles simbólicos, Lynch ofrece al espectador una bajada pesadillesca a los
infiernos de la industria cinematográfica: es decir, la cara B de Sunset Boulevard.
De hecho, Mulholland Drive es la
versión más tenebrosa y retorcida de todas y cuantas disecciones del Hollywood moderno
han sido propuestas por el cine USAmericano. Sin embargo, por suerte para
cualquier espectador, no llega al cripticismo de Inland Empire aún cuando se deslicen errores e incoherencias varias
y aún cuando todo el metraje esté salpicado de la inconfundible galería de insólitos
personajes, situaciones inexplicables y breves diálogos característicos del estilo
tortuoso y surrealista del director de Montana, un estilo que la BSO de Angelo Badalamenti no hace sino reforzar. Como colofón, el film regala una magnífica interpretación de Naomi Watts, en el rol principal de una historia de sueños, identidad y amor fou.
El calamitoso profesor Kelp (Jerry Lewis), consigue crear
una fórmula química de su invención mediante la cual transforma su torpe
personalidad en Buddy Love, un ser arrollador pero arrogante y con un espectacular
talento para la música. Una especie de Dean Martin. Por supuesto, el innovador
descubrimiento ha sido motivado por la secreta ambición de seducir a una de sus
alumnas, Stella (Stella Stevens). Pero poco a poco se van confundiendo ambas
personalidades. El propio Lewis dirige esta pequeña maravilla de la comedia
americana de los sesenta, inspirándose en la novela epistolar Doctor Jekyll y Mister Hyde, con un
finísimo sentido del humor y un exquisito buen gusto para la puesta en escena y
para los números musicales, a cargo de la Big
Band de Les Brown y del mismo cómico. De hecho, el Rey de la comedia se aleja del
histrionismo en los movimientos de cámara, en los encuadres y en el montaje
para servir en bandeja un producto de elegante sencillez y suficiente ingenio,
como en El terror de las chicas. Por
su parte, Hal Pereira materializa un ambiente ultra pop, donde los decorados, el vestuario y los maquillajes
subrayan la colorista, chillona pero, finalmente, equilibrada propuesta estética. Gags inteligentes,
sorprendentes, divertidos, rodados con un estilo que recuerda a Jacques Tati, a Blake Edwards y a What a Way to Go y que resulta ligeramente inspirado en los cartoons de la Warner Bros.
Sólo esta época
en que vivimos, con la mitad de su cuerpo en el futuro y la otra mitad en el
pasado, sería capaz de facturar un producto como este. Una película muda,
rodada en Blanco y Negro, sobre uno de los más conocidos relatos de terror de
Howard Philips Lovecraft, un escritor de “sombra, larga y esbelta”, en palabras
de Stephen King. Un escritor que es el propietario de una obra que viene gravitando sobre una buena
parte del cine fantástico contemporáneo, como ha señalado Slavoj Žižek a
propósito de El bosque. Lo cual queda
muy patente, además, en la excelente En
la boca del miedo. Andrew Leman dirige un sentido homenaje visual, costeado
por The H.P. Lovecrat Historical Society,
y redondea una muy vintage adaptación
de la obra del gran fabulador de Providence, con un respeto casi reverencial
por la letra del autor (incluido su arcaico inglés), con una convincente
recreación del tétrico ambiente de Nueva Inglaterra y con unas ganas locas de
someter el primigenio material a las más modernas técnicas visuales. El
resultado es, por momentos, fascinante, debido a su inquietante recreación del
terror cósmico de la obra original. Sin embargo, hay multitud de momentos
muertos, sin garra, estirados. Además, hay que resaltar la visión un tanto naïve de los FX y de los decorados, producto,
sin duda, de las limitaciones económicas, así como la grandilocuencia de la
BSO. En todo caso, constituye una adaptación a reivindicar, tanto por su
fidelidad como por los resultados artísticos, así como por su respeto al añejo cine de la Universal y de la RKO.
Richard Rorty ha escrito que una descripción detallada de los sufrimientos e injusticias
presentes y pasadas puede movilizar a las víctimas a la vez que puede
intranquilizar a quienes cometen o consienten tales ofensas. John Steinbeck,
que ya había plasmado la difícil lucha por la supervivencia en De ratones y hombres, condensó todas sus
virtudes éticas y artísticas en Las uvas
de la ira, que el guionista Nunnally Johnson adaptó para esta obra maestra
de John Ford, primera parte del tríptico sobre las clases trabajadoras que
completan Qué verde era mi valle y La ruta del tabaco. En la línea del
mejor progresismo USAmericano (Jefferson, Whitman, Dewey, Roosevelt) Ford
dirigió esta legendaria radiografía de la Gran Depresión, que se ha convertido
en uno de los paradigmas del cine social por la hondura del análisis y el vigor
de los símbolos utilizados, por la falta de sensiblería y, finalmente, por la
maestría artística. Al mismo tiempo, hay una ráfaga anticapitalista en el film. Como en El pan nuestro de cada día, Ford no mitifica a la clase
trabajadora y a los agricultores de la Dust
Bowl que perdieron sus granjas “a golpe de subasta”, como escribió Howard Zinn, porque eso sería falsificar la realidad. En su lugar, presenta un
sosegado retrato de sus sufrimientos y dota a los personajes de una gran
dignidad, materializada a través del contraste entre la crueldad de la
injusticia padecida y la entereza con la que la sobrellevan. Además, John Ford
resalta la fraternidad y solidaridad existente entre las clases bajas (sin, por
otro lado, escatimar los conflictos y zancadillas en su seno), en
contraposición al tratamiento que reciben de las clases propietarias,
avariciosas e insolidarias. Magnífica interpretación de un grupo de
maravillosos actores (especialmente Henry Fonda, Jane Darwell y John
Carradine). Por último, la fotografía de un Gregg Toland pre Kane es para quitarse el sombrero. Se aconseja comparar con Sounder, de Martin Ritt.
Correcto thriller psicológico del inquieto Darren Aronofsky, ambientado en
el mundo del ballet, con claras
referencias a un clásico del género (Las
zapatillas rojas) así como a dos éxitos previos del director, y que gira en
torno a una trama (más bien escasa) inspirada en el mito del doppelganger. Con una Natalie Portman en
el papel central, que alterna gestos y miradas de alegría y de aflicción a
partes iguales, la película acierta en la puesta en escena, en el montaje y en
la creación del suspense aunque, sin embargo, adolece de reiteraciones de guión
(como las de Vincent Cassel insistiendo en la dificultad de interpretar al
cisne blanco y al cisne negro a la vez, en el clásico ballet de Tchaikovsky) y abunda en distintos tópicos sobre la
danza (madre perfeccionista y posesiva, por un lado; director de la compañía que
sexualiza su trabajo, por el otro).
En el plano argumental y temático, la película bascula continuamente entre Eva al desnudo (de hecho, el guión
original se desarrollaba en el mundo del teatro), Perfect Blue (la secuencia del baño está calcada del film de
Satoshi Kon) y Showgirls, con
evidentes pinceladas del clásico de Polansky Repulsión. Finalmente, el personaje de Portman tiene todas las
características que la mitología popular asigna a las grandes estrellas del
mundo del ballet: juventud, obsesión por el baile, competitividad y ambición
desmedidas, represión sexual, complejos e inseguridades, inmadurez emocional,
etc.