Richard Rorty ha escrito que una descripción detallada de los sufrimientos e injusticias
presentes y pasadas puede movilizar a las víctimas a la vez que puede
intranquilizar a quienes cometen o consienten tales ofensas. John Steinbeck,
que ya había plasmado la difícil lucha por la supervivencia en De ratones y hombres, condensó todas sus
virtudes éticas y artísticas en Las uvas
de la ira, que el guionista Nunnally Johnson adaptó para esta obra maestra
de John Ford, primera parte del tríptico sobre las clases trabajadoras que
completan Qué verde era mi valle y La ruta del tabaco. En la línea del
mejor progresismo USAmericano (Jefferson, Whitman, Dewey, Roosevelt) Ford
dirigió esta legendaria radiografía de la Gran Depresión, que se ha convertido
en uno de los paradigmas del cine social por la hondura del análisis y el vigor
de los símbolos utilizados, por la falta de sensiblería y, finalmente, por la
maestría artística. Al mismo tiempo, hay una ráfaga anticapitalista en el film. Como en El pan nuestro de cada día, Ford no mitifica a la clase
trabajadora y a los agricultores de la Dust
Bowl que perdieron sus granjas “a golpe de subasta”, como escribió Howard Zinn, porque eso sería falsificar la realidad. En su lugar, presenta un
sosegado retrato de sus sufrimientos y dota a los personajes de una gran
dignidad, materializada a través del contraste entre la crueldad de la
injusticia padecida y la entereza con la que la sobrellevan. Además, John Ford
resalta la fraternidad y solidaridad existente entre las clases bajas (sin, por
otro lado, escatimar los conflictos y zancadillas en su seno), en
contraposición al tratamiento que reciben de las clases propietarias,
avariciosas e insolidarias. Magnífica interpretación de un grupo de
maravillosos actores (especialmente Henry Fonda, Jane Darwell y John
Carradine). Por último, la fotografía de un Gregg Toland pre Kane es para quitarse el sombrero. Se aconseja comparar con Sounder, de Martin Ritt.
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