Al final de 2013: rescate en L.A., de John Carpenter, Serpiente Plissken mira a la cámara, se
enciende un cigarillo y afirma: “bienvenidos a la raza humana”. Se han desactivado
todos los productos tecnológicos de la tierra y, de alguna manera, volvemos a una
forma de vida más pura, menos artificial. La premisa argumental de The Fight Club es la siguiente: un
individuo insomne y pusilánime (Edward Norton), conoce a un personaje que
fabrica jabón y que le hace reflexionar sobre su intrascendente y cobarde
estilo de vida. El fabricante de jabón y el oficinista renegado se convierten,
así, en alter egos, en el doctor
Jeckill y el señor Hyde, en una extraña especie de heterónimos vitales. Juntos
organizan un club de lucha para endurecerse, compartirlo con extraños y
ayudarse unos a otros asentirse
vivos. Pero Tyler Durden (Brad Pitt), tiene un sueño más grande: hacer regresar
a la humanidad a un momento de la evolución en el que todo lo falso de la
civilización sea sustituido por formas más creativas y vitales de
supervivencia. El argumento no deja de ser fascinante aunque falsamente
original. Una sociedad hipermaterialista e hipócrita es el caldo de cultivo
perfecto para el canto de guerra de Theophile Gautier: “antes la barbarie que
el tedio”. Tanto la novela (de Chuck Palahniuk) como esta absorvente adaptación (de David
Fincher) subrayan la falta de libertad de las sociedades occidentales a través
de un conjunto de filigranas argumentales, filosóficas y estéticas. La
fotografía, sucia y verdosa, recuerda la estética que fotografió Darius Kohndji
para Se7en. El film se completa con un puñado de antológicas interpretaciones,
aunque narrativamente pierde un poco el ritmo en su tramo final, que no llega a
ser emocionalmente apocalíptico.
En el año 2163, la tripulación de la Icaria-XB1 es
enviada a explorar el universo en busca de vida inteligente. Al llegar a Alpha
Centauri, descubrirá una nave del pasado así como un extraño y poderoso Sol
negro. Ambos descubrimientos causarán problemas a los integrantes de la misión.
Una película de ciencia ficción, de nacionalidad checoslovaca, que fue estrenada
a comienzos de la década de los sesenta y que resulta extraña e interesante a
partes iguales. Extraña por el idioma, por el diseño de producción y por la
música; interesante, por la propia historia, por el montaje y por el final. Por
otro lado, algunos elementos del film
se pueden rastrear en ciertas películas fantásticas posteriores (desde Terror en el espacio, a Alien, Star Trek u Horizonte Final, por ejemplo). El director, Jindrich Polák, sorprende al
espectador actual con una historia de profundas resonancias científicas, sin
descuidar los elementos humanistas aunque con los miedos y obsesiones de la Guerra
Fría como telón de fondo. Además, el director apuntala el relato con varios
momentos poderosos y con varias secuencias “ya clásicas”, como diría Pablo Herranz (como la de la explosión de la nave, la de la atracción interestelar o la
de la pérdida de control de un astronauta), lo que redunda en un ritmo
convenientemente controlado y climático. Siguiendo el argumento de Robert Laughlin, no solo no
hemos llegado al fin de la ciencia: es que ni siquiera estamos cerca. ¿Así que, qué
decir de la exploración del universo?
Hayden White afirmó en Metahistoria que el pasado puede ser contado de varias formas: como
tragedia, como comedia, como sátira o como un romance. De hecho, el cine sobre
la Segunda Guerra Mundial ha ido tocando cada uno de estos palos, aunque ha
prevalecido la forma trágica (disfrazada o mezclada con el cine de aventuras).
Incluso se pueden encontrar películas cómicas lo que, en el fondo, le da la
razón al historiador USAmericano. De hecho, el cine bélico en clave de comedia,
referido a la 2ª GM, tiene su propia sección en la historia del cine, desde El gran dictador hasta La vida es bella, pasando por ¿Qué hiciste en la guerra, papi?, 1941 o Desventuras de un recluta inocente. Y, por supuesto, no han faltado
los críticos que se han llevado las manos a la cabeza por frivolizar y
trivializar tan dramático y cruel acontecimiento histórico. En todo caso,
matiza White, la preferencia por una u otra versión de la misma porción del
pasado responde a razones estéticas o morales más que científicas. En el caso
de Los violentos de Kelly, la
historia se centra en un grupo de soldados que descubren que, pocos kilometros
tras las líneas enemigas, los nazis guardan 16 millones de dólares en oro, lo
que disparará sus ganas de hacerse ricos y, por tanto, sus avaricias personales.
Pero también la capacidad de trabajar en equipo, como en Tres reyes. Brian G. Hutton rueda una ácida historia de acción, con
un nutrido grupo de simpáticos y entrañables personajes y con un acertado uso del
ritmo narrativo (aunque la mezcla de géneros y la excesiva duración no juegen
siempre a favor del film). Además, no
faltan los momentos de humor, las parodias y las burlas, lo que estimula
nuestras representaciones amables de la guerra (sic).
James Whale tuvo la inspirada visión de comenzar su obra
maestra, La novia de Frankenstein, con
una escena mítica: la de la noche en la que Mary Shelley imaginó su gótico
prometeo, en diálogo con Lord Byron, John Polidori y Percy B. Shelley, con
quienes estaba en villa Diodati, en Ginebra. Esta escena forma parte de cierto
imaginario colectivo y alimenta nuestras representaciones sobre el poder de la
imaginación y el desarrollo del proceso creativo. Gonzalo Suárez, por su parte,
tuvo también una excelente idea: contar la historia de la gestación de un mito
moderno, el de Frankenstein, a través de los recuerdos (mitad realidad, mitad
fantasía) de una Mary Shelley de viaje por el Polo Norte, un lugar que es,
precisamente, donde comienza y finaliza la novela original. Aquí, Suárez (autor
del guión) utiliza el recurso de la memoria en
off para sustituir la naturaleza epistolar de la novela original. Por otro
lado, usa la imagen gélida del Polo Norte como una metáfora dual, tanto de lo
inexplorado como de la muerte, al estilo de Poe, Melville o Lovecraft. El
resultado es una película de un halo romántico considerable pero que, en
ocasiones, no resulta del todo convincente por el frío perfeccionismo con el
que está rodada (un filtro oscuro aquí, unas falsas lágrimas allá), así como
por la solemnidad de algunas conversaciones y reflexiones. En todo caso, se
trata de una estimable realización y una de las típicas creaciones del director
(en la línea de Mi nombre es sombra,
por ejemplo): una película literaria, teatral y culturalista (en el mejor
sentido de la palabra), esteticista (gracias a una magnífica composición
visual, de evidentes componentes pictóricos), narrativamente audaz (por esa
mezcla riquísima y muy postmodena de remembranza, historia y fantasía), muy
bien ambientada, con un score
extraordinario y unas interpretaciones, digamos, que nunca pasan de la
corrección. El film, por cierto,
coincidió con el estreno de Haunted Summer, sobre los mismos hechos.
El último valle es como El señor de la guerra o El león en invierno respecto de la Edad
Media: una película que muestra una época del pasado (en este caso, las guerras
religiosas del siglo XVII), sin complacencias ni delicadezas innecesarias y,
por supuesto, sin esa cándida y nostálgica inocencia que suele impregnar al cine
histórico en general. Vogel (Omar Shariff) es un profesor de filosofía que
descubre un pueblo entre las montañas, en un valle fértil y escondido, lo que
aleja a sus habitantes de las luchas intestinas en que están sumidos católicos,
protestantes, calvinistas y sus respectivos aliados. Pero dicho pueblo también
es descubierto por una banda de mercenarios dirigidos por el Capitán (Michael Caine). El film está basado en una
novela histórica de John B. Pick que está ambientada en el sur de Alemania
durante la Guerra de los Treinta Años. Además de otros cambios, el final de la
historia original es más pesimista que el de la película. James Clavell
sorprende con su visión realista y descarnada de la religión, el poder y la
guerra y entretiene con una historia, llena de tensión, sobre ambiciones y supervivenvias
varias y todo ello en los márgenes del conte
philosophique. Parece que las cosas no han cambiado mucho desde entonces,
aunque hay gente que vive ingenua e ignorante pensando que sí.
Cuasi telefilm de
terror, bastante prescindible, sobre un psicópata que llama a una babysitter. Más originalidad es
imposible, por tanto (teniendo en mente Acosadas
por el pánico, La noche de Halloween,
Are You in the House Alone?, Navidades negras, Prom Night o Scream). Lo
más interesante del film es la primera
parte, los primeros 21’ (que, por cierto, provienen de un cortometraje anterior, The Sitter, 1977), decentemente rodados y montados y con un angustioso
desenlace, puesto que, a continuación, toda la película setransforma en una aburrida historia que
sigue a un homelesspsychokiller por los bajos fondos para
comprobar si se ha rehabilitado o no. Por cierto, la interpretación del asesino
es estupenda. A la dirección, Fred Whalton, quien rodaría un remake aún más inncesario casi 20 años
después, con los mismos actores protagonistas (Charles Durning y Carol Kane).
Un personaje de la novela Cuerpos extraños, de Cynthia Ozik, sostiene que conocer los misterios
y los entresijos del cine es una perfecta inutilidad. Y para el caso de las
películas del director favorito de Orson Welles podría ser con más razón: pues entretienen
y funcionan a la perfección sin necesidad de análisis alguno. En todo caso, aquí
va esta PastillaCrítica. Ethan Edwards (John Wayne), un errante soldado
confederado, regresa a su hogar en Texas 3 años después de acabada la Guerra de
Secesión. Al poco de llegar, su familia es asaltada por los comanches y se
lanza a la búsqueda de su joven sobrina, a la que creen única superviviente del
ataque. La búsqueda, que le ocupará varios años, poco a poco, se irá
transformándo en una auténtica odisea. La vida en Monument Valley, mientras
tanto, sigue su curso. John Ford construye un western dramático sobre el racismo, la obsesión y el odio a
base de decenas de pequeños detalles, casi imperceptibles para el tradicional
epectador del género. Con algunos ligeros errores narrativos, de montaje y de
continuidad, el film tiene la
grandeza de la imperfección. Maravillosa en sus aspectos técnico-artísticos
(excelente fotografía de Hoch y con una BSO de Max Steiner que abraza a la
historia como un buen amante), el argumento se desarrolla tan retorzidamente como
la mente y el corazón del protagonista, un auténtico centauro del desierto, por
la cantidad de tiempo que pasa subido a su caballo. Los 120’ de película están
salpicados con emotivos, festivos y musicales momentos, como es habitual en el
cine del maestro, así como con esporádicos destellos de humor, todo fusionado
con una sabiduría y con una pulcritud estética admirable. Por otro lado, los
aspectos éticos son tan ricos y complejos como la propia interpretación de
Wayne, con seguridad una de las mejores de su carrera, de una aspereza que
convence, de una contención que admira. Por cierto, la ínclita editorial Valdemar tiene una excelente versión de la novela original, de Alan Le May, en su colección Frontera.
Una estudiante de periodismo descubre una red de
producción y distribución de películas snuff
mientras está investigando sobre su tesis doctoral. Además, descubre que en
dicha red están implicados miembros de su propia universidad lo que la obliga a
averigüar quién o quienes son antes de que su vida pueda correr peligro. Tras
dos mediometrajes, Alejandro Amenábar se estrena como director con este thriller que sigue bastante a piés
juntillas algunas de las convenciones del género: una asunto morboso, una trama
repleta de falsos sospechosos, personajes estereotipados, situaciones de
tensión y continuos giros de guión. No obstante, el carácter amateur de la produción (que se puede
apreciar en sus carencias de iluminación, de montaje, de sonido y de interpretación),
se queda en un segundo plano gracias al relativamente conseguido climax del suspense así como a la
truculenta atmósfera. Por otro lado, el guión flaquea en varias ocasiones, merced
a unos diálogos no siempre conseguidos y a varias escenas incomprensibles. En
todo caso, parte de lo rudimentario de la dirección se ve conpensado por el
acierto en la utilización de la elipsis. La BSO, por cierto, obra del propio
director, resulta ser un remedo de varias fuentes y estilos. Por otro lado, el
éxito original de la historia se debe, con probabilidad, a la ingenuidad del
espectador español, ignorante tanto de la realidad sobre la que se basa la
historia como del hecho de que la principal inspiración provenga de varias
cintas anteriores (como Hardcore: un mundo oculto, por ejemplo). Lo más interesante del film, sin embargo, es su naturaleza meta cinematográfica, repleta
de homenajes y referencias al cine y al carácter voyeurístico de nuestra actitud como espectadores.
El joven doctor Damien O’Donovan (Cillian Murphy) se
dispone a completar sus estudios de medicina pero los acontecimientos que se
están viviendo en Irlanda le obligan a tomar partido y a comprometerse en la
lucha contra los ingleses y por la independencia. De hecho, se involucra en la
organización y actividades del Sinn Fein
y del IRA, lo que le pondrá en varias situaciones conflictivas y peligrosas,
tanto personal como políticamente. Rodada en la misma Irlanda, Ken Loach regala
al espectador un seco retrato de los ideales republicanos irlandeses y de sus
luchas, a través de la confrontación de dos formas de entender la justicia y la
igualdad, una teórica y la otra práctica o, si se quiere, una racional y la
otra temperamental. Pero lo interesante del guión es que tanto Loach como
Laverty se esfuerzan en complejizar las distintas perspectivas (socialistas,
nacionalistas, católicos), contextualizándolas histórico-politicamente y
diluyendo posibles subrayados así como un eventual y maniqueo mensaje. Por otro
lado, el film está bien terminado y
correctamente interpretado, aunque no destaca precisamente en ninguno de sus
aspectos técnico-artísticos, aunque la fotografía naturalista sea del habitual
Barry Ackroyd (En tierra hostil o Green Zone, por ejemplo) y la música de
George Fenton. De hecho, aunque se vea en pantalla grande, la película tiene un
cierto tufillo telefílmico. El título
proviene de un poema del poeta Robert Dwyer Joyce y, tras conseguir la Palma de
Oro en Cannes, The Wind that Shakes the
Barley disfrutó de un relativo éxito comercial, para lo que suele ser
habitual en la obra del director.