Al final de 2013: rescate en L.A., de John Carpenter, Serpiente Plissken mira a la cámara, se
enciende un cigarillo y afirma: “bienvenidos a la raza humana”. Se han desactivado
todos los productos tecnológicos de la tierra y, de alguna manera, volvemos a una
forma de vida más pura, menos artificial. La premisa argumental de The Fight Club es la siguiente: un
individuo insomne y pusilánime (Edward Norton), conoce a un personaje que
fabrica jabón y que le hace reflexionar sobre su intrascendente y cobarde
estilo de vida. El fabricante de jabón y el oficinista renegado se convierten,
así, en alter egos, en el doctor
Jeckill y el señor Hyde, en una extraña especie de heterónimos vitales. Juntos
organizan un club de lucha para endurecerse, compartirlo con extraños y
ayudarse unos a otros a sentirse
vivos. Pero Tyler Durden (Brad Pitt), tiene un sueño más grande: hacer regresar
a la humanidad a un momento de la evolución en el que todo lo falso de la
civilización sea sustituido por formas más creativas y vitales de
supervivencia. El argumento no deja de ser fascinante aunque falsamente
original. Una sociedad hipermaterialista e hipócrita es el caldo de cultivo
perfecto para el canto de guerra de Theophile Gautier: “antes la barbarie que
el tedio”. Tanto la novela (de Chuck Palahniuk) como esta absorvente adaptación (de David
Fincher) subrayan la falta de libertad de las sociedades occidentales a través
de un conjunto de filigranas argumentales, filosóficas y estéticas. La
fotografía, sucia y verdosa, recuerda la estética que fotografió Darius Kohndji
para Se7en. El film se completa con un puñado de antológicas interpretaciones,
aunque narrativamente pierde un poco el ritmo en su tramo final, que no llega a
ser emocionalmente apocalíptico.
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