Hay películas que sacuden al espectador, que le agarran
del cuello y le revuelven en su butaca. Hay películas que bajo una capa de
extraña bizarría y aparente simplicidad parece esconderse un profundo
significado. Un significado que, sin embargo, se nos escapa o permanece abierto.
Hay películas que nos llegan de países remotos (Australia en este caso), con
culturas similares a las nuestras pero con formas y costumbres que nos separan
por siglos. Hay películas que desasosiegan al espectador al retratar individuos
violentos, entregados a la destrucción y ajenos al mundo de las emociones y de
la empatía. Hay películas que muestran una forma de vida con la que no queremos
trato pero que nos ofrece una extraña hospitalidad. Hay películas sucias por
fuera y por dentro, llenas de polvo, pasiones y alcohol. Hay películas que
requieren la entrega absoluta de sus actores (Donald Pleseance y Gary Bond en
este caso), la lucidez de sus artífices (Ted Kotcheff) y la sensibilidad de una
fotografía que no tiene miedo a mostrar la claustrofobia a plena luz del día
(Brian West). Hay películas que resisten el paso del tiempo y se transforman en
pequeñas joyas que la historia del cine poco a poco se esfuerza en recuperar.
Pues bien, hay películas que son todo esto y mucho más. Wake in Fright es una de ellas.
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