Dedicada a Teresa Serrano |
Hay cineastas que germinan desde una minúscula semilla y
que, con el tiempo, se alzan férreos e inabarcables como una sequoya. La germinación tiene sus cosas
buenas pero también sus cosas malas. Entre las buenas, la idea de que en sus
primeras películas pueden encontrarse los motivos y las querencias de casi toda
su obra posterior. Entre las malas, la predisposición, por tanto, a repetirse,
a obsesionarse, a saturarse. Federico Fellini ha venido germinando durante
décadas pero, curiosamente, no desde su primera obra sino desde la segunda, El jeque blanco, de 1952, que contiene
ideas, aciertos y temas que se
mantendrán hasta Y la nave vá (la
playa como imagen del naufragio vital), Entrevista (el cine dentro del cine), La dolce vita (el caos de las multitudes) o Las noches de Cabiria (el personaje de
Giulietta Masina). La historia presenta una sátira de los convencionalismos morales
de la Italia de postguerra, aprovechando una situación que se presenta
realmente pintiparada: una pareja de recien casados que se encuentran
disfrutanto de su luna de miel en Roma y que se proponen turistear la ciudad en
compañía de la influyente familia del esposo. Frente a un marido ramplón y
cumplidor hasta el vómito, una primeriza y casi adolescente esposa decide
visitar los estudios donde se rueda su fotonovela favorita. La idea es conocer
en persona al hombre de sus sueños, el jeque blanco, al que pone rostro un caradura
y genial Alberto Sordi (un personaje que, aun siendo su reverso, recuerda al de
Tom Baxter de La rosa púrpura de El Cairo).
Pero las cosas se complican y el marido comienza a sospechar que su mujer le ha
abandonado, con lo que tendrá que esconder el hecho a su familia.
Evidentemente, se trata de una obra primeriza y eso se nota en la
planificación, en una iluminación inestable (aunque la copia consultada también
puede tener que ver) y, sobre todo, en el zigzageante (e injustificado)
montaje. La música de Nino Rota, como siempre, revolotea a la perfección por
todo el metraje.
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