Las simplificaciones alrededor de la música clásica
abundan por doquier. De hecho, pocas son las obras de arte que retratan con
fidelidad la complejidad (y, a veces, la sencillez) del mundo de la creación y
de la interpretación musicales, sin mistificaciones gratuitas. Por ejemplo, Ian
McEwan ofrece unas páginas maravillosas en su novela Amsterdam, un auténtico must
para todo aquel interesado en estos temas. En este caso, el director novel Yaron
Zilberman intenta radiografiar las relaciones humanas y profesionales que
existen entre los miembros de una veterana formación, en las fases de
preparación de una de las obras más densas del viejo Beethoven, el cuarteto
para cuerda Op. 131. Lo que el espectador contempla es una sucesión de lugares
comunes, tópicos y desvirtuaciones alrededor de un grupo de intérpretes que
intentan cauterizar sus maltrechos egos y sus frustraciones personales escarbando
en una partitura muy compleja, armónica y melódicamente hablando. Una partitura
que aparece como una metáfora de la propia vida, por cierto. El film se basa en un guión que intenta
resumir varias (si no todas las) presiones a las que se ven sometidos los músicos
profesionales, en una dirección sobria que recuerda al Woody Allen de Maridos y mujeres, así como en el trabajo
de los actores. Sin embargo, en este punto, poco hay que destacar, salvo el extraordinario
trabajo de Philip Seymour Hoffman, un actor siempre a la altura de sus
personajes pero que, en este caso, como el resto del reparto, no termina de sentirse
cómodo con un instrumento de cuerda en sus manos. A pesar de todo lo dicho, la película
se hace disfrutable por varios motivos e, incluso, emociona en ocasiones.
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