Aristóteles nos aseguró que somos animales
sociales. Y, también, que somos seres dotados de lenguaje. El lenguaje permite
ponerle nombres a las cosas del mundo exterior. Y también a las entidades de
nuestro mundo interior. El lenguaje nos permite entender lo que nos pasa y lo
que nos rodea. Incluso nos permite entender, con todos los problemas que ello
supone, lo que les pasa a los demás. El lenguaje es la casa del ser, como decía
Heidegger. Pero el cine no es meramente lenguaje. O, por lo menos, no es meramente
lenguaje hablado, mucho menos escrito. Y esta tercera parte de la trilogía de Richard Linklater sobre el periplo vital de Jesse y Celine (Hawke y Delpy)
acaba chirriando por una desmesurada y neurótica presencia de lenguaje, a
través de interminables conversaciones y discusiones. Lo que en las dos
primeras entregas se compensaba mediante la inclusión natural del silencio y la imagen, en esta entrega es pura verborrea. Los personajes son los mismos, hay
continuidad en su evolución temporal y vital, los temas que tratan son
importantes y hay chispa en varios diálogos e, incluso, en las emociones que
transmiten algunas escenas, pero la mejor forma de retratar una pareja que
ronda los cuarenta no es hacerlos hablar durante casi dos horas sin parar. Además,
en el mundo hay algo más que la vida en pareja y la profesión de cada uno. En
cualquier caso, el film es una
delicia para el intelecto, un estímulo para el cinéfilo y un acicate para todos
aquellos enamorados del amor, como aquel personaje de Truffaut.
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