Cuando una película de la saga
Bond dedica una escena entera para intentar representar, metafóricamente, el
final del amor romántico, comparándolo con una casa veneciana decrépita que es derruida
por las exigencias de la vida moderna, es que no estamos ante una película convencional.
De hecho, Martin Campbell/Haggis/Purvis/Wade han reiniciado la saga con esa
madurez y seriedad de los mejores films
de la franquicia del agente británico al servicio secreto de su Majestad.
Además, todo parece indicar que este Casino Royale (al margen de ese bodrio arrítmico e irregular que fue la anterior
adaptación de la novela original) conforma el primer engranaje de un folletín
más amplio, que tiene continuación en las 3 partes siguientes del reboot reciente, una retrocontinuación
en toda regla. Precisamente, Quantum of
Solace y Skyfall no hacen sino
confirmarlo. Al igual que Spectre. El
guión es sólido; la escenas de acción, espectaculares y extrañamente
verosímiles; la chica Bond (Eva Green), una auténtica delicia; los secundarios,
de lujo. Pero, sobre todo, Casino Royale
tiene al más proletario de todos los agentes con licencia para matar: Daniel
Craig, un obrero de Cheshire que lo mismo se rasca los testículos a golpes que
te gana una partida de Texas Holdem,
en Montecarlo, con un bote de más de 100 millones de dólares; lo mismo pilota
un velero con el amor de su vida que sobrevive a una parada cardíaca producida
por un veneno; lo mismo se da un revolcón en una clínica de convalecencia en
Suiza que te destroza un baño público a hostias. En fin, un súper hombre muy
completito ya que está correctamente amoldado al CV oficial del personaje, tal
y como se puede leer en James Bond Encyclopedia, de Cork y Stutz. Y, todo ello, con la elegancia de quien
puede calzar los 80 kilos de sus casi 1.80 metros de altura en un elegante frac inglés.
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