Todd Haynes es uno de los
directores más admirados del Hollywood postmoderno. Pero igual no es admirado
por sus cualidades personales sino por haber conseguido resucitar una forma de
hacer cine que hunde sus raíces en los white upper-class melodramas, clasistas y coloreados, del
gran Douglas Sirk. De hecho, esta película, unánimemente aplaudida en todo el
mundo no es sino una recreación de Solo
el cielo lo sabe, el enorme canto a la libertad de Jane Wyman y Rock Hudson
(incluso los títulos de crédito y el movimiento de grúa inicial son un calco
del original). Sin embargo, Haynes ha sustituido el problema de fondo del film anterior por dos tabúes de la
época: una reflexión sobre la discriminación del homosexual así como sobre los
padecimientos sociales del pueblo Afroamericano, en ese American Way of Life quimérico y parcial de los cincuenta pero que
ha seguido inspirando al pueblo USAmericano en su búsqueda de la felicidad. Por
lo demás, la película es rutinaria y previsible en el desarrollo de la trama,
repletita de lugares comunes y de situaciones mil y una vez vistas. Por ello,
quizás, no consigue producir una emoción honesta y sincera en el espectador,
por mucho que Julianne Moore se entregue a un personaje que parece cortado por la
modista que la vistió en El fin del romance, aunque el patrón sea de ama de casa pin-up. Mención aparte merece Dennis Quaid, completamente
desubicado, y Patricia Clarkson, en su sempiterno rol de amiga comprensiva, una especie de Agnes Moorehead. Incluso
la evocativa BSO, del gran Elmer Bernstein, suena de cartón piedra, como buena
parte de esta aclamada cinta. Lo que sí que es de justicia destacar es la
admirable labor de ambientación y de iluminación durante todo el metraje. Una
labor que, aunque kitsch y
arbitraria, por partida doble, supone un auténtico regocijo casi para cualquier
clase de espectador. Y por eso, solo por eso, ya merece un visionado.
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