La hija (Barbara Stanwyck) de un
potentado industrial químico (Ed Begley) le roba la pareja a una conocida (Ann
Richards) y se casa con él (Burt Lancaster), transformándole en un autentico
pelele. Pronto surgirán las insatisfacciones y, por tanto, las perversiones y
avaricias propias de una clase social que basa su existencia en el ánimo de
lucro y en la dependencia mutua (que nace con la misma institución hereditaria,
por cierto). El gran director ucraniano de origen judío, Anatole Litvak, monta
un film noir muy originalmente
narrado, a base de historias y confesiones que se cuentan dentro de otras
narraciones y llamadas de teléfono y con un trabajo de planificación impecable.
De hecho, hay un travelling
interior-exterior de una elegancia maravillosa y de una gran fuerza visual. En
este caso, la habitual “pantalla demoníaca” (según la feliz expresión de Lotte Eisner) deja paso a una abigarrada y casi gótica composición de los interiores,
donde se desarrolla casi toda la historia, lo cual refuerza la sensación de
opresión y de limitación vital, que es la principal experiencia vivida por los
protagonistas. El personaje de la Stanwyck nunca estuvo más repelente mientras
el gran Burt Lancaster ha de conformarse con fruncir el ceño y cavilar maldades,
nacidas de la frustración. El final, por cierto, es de lo más contundente,
contrario a las convenciones del mainstream
del momento. No por casualidad, como afirma Noël Simsolo, el cine negro siempre
ha ido más allá de lo gestual, de la trama, de la fotografía expresionista o
del uso de la violencia física y moral para producir “una sensación singular de
malestar”. Y, voto a bríos, que este film
lo consigue.
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