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En 1972, Andrei Tarkovski
estrenaba su lánguida adaptación de la novela se Stanislaw Lem,
Solaris, una historia de
ciencia ficción
cuyo tema principal era la imposibilidad de la comunicación entre el ser humano
y un planeta oceánico protoplasmático extraterrestre. Si ya es difícil
comunicarse y traducir las experiencias ajenas, entre los propios seres
humanos, desde luego que no es difícil imaginar el tremendo esfuerzo que
supondría entablar una conversación con seres intergalácticos totalmente
diferentes a los humanos. La NASA no cuenta con un C-3PO, eso está claro. Pues
bien, esta es la premisa de la última película de Dennis Villeneuve y, en este
sentido, el
film no es original (a
este respecto, léase, también,
Empotrados,
de Ian Watson). Pero sí es curioso el hecho de que desarrolle las implicaciones
de la tesis de Sapir-Whorf (según la cual el lenguaje moldea nuestra forma de interpretar
el mundo) hasta una interesante propuesta: entender el lenguaje de los
extraterrestres implica ver el mundo como ellos, con sus particulares
conmutaciones espacio-temporales. Para ello, el director desarrolla el
siguiente argumento: 12 naves extraterrestres aparecen de repente en 12 lugares
distintos de la Tierra, al margen del
proyecto SETI, y el gobierno USAmericano
contrata los servicios de un físico y de una experta traductora para intentar
comunicarse con los “inmigrantes ilegales” de las naves. Poco a poco, la
supremacía blanca comienza a entender el lenguaje de los extraterrestres,
mientras que en el resto de los países las cosas comienzan a malinterpretarse, llegando
a creer que los alienígenas han venido a suministrar un arma poderosa. La
historia está contada desde el punto de vista Yanqui (como tiene que haber un
“malo”, ¿qué mejor que un general Chino?) y eso lastra bastante los dos
mensajes importantes del
film: que la
humanidad debe unirse en plan
Star Trek,
pero ya, y que lo importante en este mundo es amar, procrear y reproducirse,
incluso con el futuro en contra. Sin embargo, lo interesante de la película es
que, a pesar de su falta de originalidad y de su humildad conceptual y de
desarrollo (poca grandilocuencia en la implicación Yanqui en el asunto, una
nave minimalista, un diseño xenomórfico neblinoso, insistencia obsesiva en los
problemas lingüísticos, poca acción, el protagonismo de tres actores que
incluso aparecen “feos”, una BSO calcada del
cuarteto 132 de Beethoven, etc.),
destila una atmósfera más que digna para la reflexión filosófica, un clima que
consigue, por lo menos ligeramente, trascender sus premisas y, sobre todo,
consigue resonar en el espectador, pese a ese final confitado y pequeñoburgués.
De hecho, la historia parece pergeñada desde el principio para acoplar a dos
solteros disfuncionales. En definitiva, un argumento que podría haber firmado
Cristopher Nolan pero filmado al estilo del último Terrence Malick y, por
supuesto, con
unas gotitas de Stanley Kubrick. ¿Volveremos a encontrarnos con los seres de 7 patas?