Frank Wyler es un joven rico y un taxidermista en sus
ratos libres. Un día, tras la muerte de su amada, se propone sacarla de su tumba y embalsamarla pero las cosas se complican cuando un trabajador de una
morgue y un coleccionista se entrometan en sus extrañas aficiones. Como única
ayuda para sus correrías sádicas cuenta con la perversa ama de llaves, una
especie de enfermiza figura materna. Joe D’Amato firma una historia de
obsesiones malsanas y mórbidas, más allá de la muerte, con la sombra de E.A.
Poe flotando por toda la trama, así como de la demencia que las acompaña,
rodada en esa cutrez de Telecolor de
la época pero con algún que otro acierto visual. En este sentido, la película
recuerda a Macabro o a Nekromantik. El film no es un auténtico desastre, ni en su planificación ni en su
montaje pero sí que es verdad que la historia (calcada a la de El tercer ojo de Mino Guerrini) se
podría haber contado en muchos menos minutos puesto que casi cada escena se extira
de forma protocolaria (es decir, sin motivo ninguno). La verdad es que la
película parece un conglomerado de excusas para el despiece y la charcutería
más gratuita, aunque algún que otro plano, algún que otro encuadre, algún que
otro giro argumental van manteniendo cierta atención. Por otro lado, sin miedo
a suscitar el debate, lo más destacable del film
puede que sea la BSO de Goblin y eso que, musicalmente, está muy alejada de esa
maravilla sónica con la que perfumó Rojo
profundo, la obra maestra de Dario Argento.
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