El cine quinqui,
propio de una época y de una coyuntura industrial, permitió a una estirpe de
cineastas valientes radiografiar buena parte de la sociedad española siguiendo
el rastro de varios submundos de delincuencia, droga y prostitución. Las dos
partes de El Pico, Yo, “el vaquilla”, Colegas, Perros Callejeros
y esta, Navajeros, fueron la punta de
iceberg de un fenómeno sociológico que tuvo escaso reconocimiento crítico: el
del cine barriobajero, que se mantiene como un subgénero dentro del cine
político de la época. Por ejemplo, La muerte de Mikel, de Imanol Uribe. En este caso, Eloy de la Iglesia sigue
las correrrías del Jaro y su banda, delincuentes juveniles, en el Madrid de
mediados de los ochenta, con los socialistas en el poder, el postfranquismo y
la corrupción policial así como las aspiraciones de un lumpenproletariat marginalizado que no tienen ninguna cabida en la
sociedad que se está intentando construir. Es decir, de la Iglesia, aprovechando
el alarmismo ciudadano sobre las bandas juveniles y lanzando un anzuelo a la
boca del morbo social, el director vasco ofrece una segunda lectura de una
España a medio construir, llena de descampados, escombros, sordidez y sueños rotos. Una especie de copia en negro de la realidad contemporánea. Como dice el
personaje de José Sacristán, que un chaval de 16 años, en vez de darte las
buenas noches, te ponga la navaja en el cuello significa que algo va mal en la
sociedad. Desde el punto de vista cinematográfico, la película cuenta con
interpretaciones ajustadas (la de José Luís Manzano no es, desde luego, la más
seductora), una BSO calorra, una
narración férrea y un argumento dramatico que tiene un final a lo Keoma.
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