Cuando se tiene una buena historia y se sabe cómo
rodarla, aunque no se disponga de un gran presupuesto, es muy posible que no se
alcancen grandes cotas cinematográficas pero, sin duda, se puede ofrecer una
película seria, sencilla y serena, llena de varias de esas cosas vitales tan
importantes y que, lamentablemente, ocupan muy poco tiempo en nuestras
conversaciones. Esta es la propuesta que Rober Guediguian rodó en 2001, tras
una filmografía humilde en la forma y ambiciosa en el contenido, cuyos puntos más
álgidos podrían ser Marius y Jeannette
o La ciudad está tranquila. El
argumento gira en torno a una mujer que conoce a un hombre, del que se enamora,
y que transforma en su amante pero al que no se puede entregar definitivamente
porque sigue queriendo a su marido. Se trata de una historia dramática y
trágica a partes iguales, aunque vitalista, y que podría recordarnos a la
novela Dos hombres y una mujer, de
Alfredo Castro. En todo caso, al desarrollarse cerca del mar, en Marsella,
podría también hacernos pensar en los mitos de Calipso y Circe, algo que ya
había utilizado Mircea Eliade en su Boda en el cielo. Los personajes, modestos trabajadores de clase media-baja,
desprenden un agradable aroma de realidad, gracias al magnífico trabajo de los
3 actores protagonistas (Ariane Ascaride, Jean-Pierre Darroussin y Gérard
Meylan), habituales de la obra del director francés. Con una puesta en escena
discreta y sobria, Guediguian mantiene la nave a flote gracias a una historia
muy bien desarrollada, que convence gracias a su contención emocional y que,
además, está salpicada de afortunados aciertos visuales, sostenidos por una BSO
de la belleza de Mozart, Schubert, Vivaldi o Corelli.
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