George A. Romero
abandona momentáneamente su saga zombi (diez años después del estreno de La noche de los muertos vivientes) para
adentrarse en la inquietante historia de un joven que parece estar afectado por
una maldición familiar, la del no muerto (es decir, la del Nosferatu). Martin,
acuciado por la necesidad de sangre, comete todo tipo de crímenes, a los que
hace pasar por suicidios. Con una realización cuasi amateur y, por momentos, abrupta, una producción de bajo coste,
rodada en un suburbio de Pittsburg (la ciudad natal del director), un montaje
atropellado y un guión algunas veces confuso, la historia, sin embargo,
consigue seducir al espectador por su misteriosa trama y gracias a momentos puntuales, como la turbadora
escena pre créditos en el compartimiento de un tren. Los encuadres, la
fotografía y la BSO apuntalan el carácter intrigante y ambiguo del relato.
Represiones y fetichismos sexuales, traumas psicológicos, disfuncionalidad
social y aspereza individual para una meta reflexión sobre la enfermedad y la adicción,
subrayada por esos flash backs en
blanco y negro, aunque sin llegar a la pedantería filo vampírica de Abel
Ferrara en su The Addiction (1995).
Como curiosidad, hay un papel para el maestro de los FX Tom Savini. Dos años después, en Thirst, Rod Hardy sorprendería con su actualización de los mitos vampíricos y con sus granjas de sangre humana.
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