Contrastes. Esta es la palabra
que define con precisión al Japón contemporáneo. Así lo dejó escrito la Ruth Benedict
de El crisantemo y la espada. Y esta
es la palabra que representa con bastante acierto la premisa de este exitoso thriller de Ridley Scott, estrenado
justo después de La sombra del testigo,
dos años antes del super hit Thelma & Louise y el último film clásico de su director. Algo así
como su Manhattan Sur. Dos policías
de Nueva York, esa “gran zona gris”, han de extraditar a un asesino despiadado
de la Yakuza (un tal Sato), al Tokio de finales de la ultraconservadora década
de los ochenta. Con la ayuda del jefe de la Prefectura local, el gran Ken Takakura, deberán esquivar la guerra de poder entre la mafia japonesa, además
de vengar un asesinato absolutamente imprevisible y que fue uno de los temas de
conversación para buena parte de los espectadores que vieron el film en el momento de su estreno. Scott
rinde homenaje a la cámara retardada de Peckinpah, para acentuar algunas
escenas de acción, pero también a la contención y estallido de la violencia en
el Yakuza de Pollack. Además, el
guión se permite algunas pinceladas sobre culpabilidades históricas, raíces
retorcidas y problemas de identidad cultural. En fin, un thriller rodado y fotografiado con un alto sentido estético (por el luego director de Speed) y con
una BSO que martillea convenientemente la trama.
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