Marco Ferrari, escarmentado por
el poco éxito y la mayor polémica de El
pisito, cambia de guionista para rodar esta amable elegía a la juventud madrileña de finales de la década autárquica, los cincuenta, ese Madrid “de
chantillí y nata” que pretende esconder su espina dorsal tremendista. En
justicia, no abandona el interés por las clases trabajadoras, su cotidianeidad
y sus miserias, unas clases proletarias que terminarían por nutrir el ascenso
de las clases medias consumistas de los sesenta, por lo que la película acaba
siendo un pequeño retrato coral de la vida juvenil en la capital, con cierta
gracia, mucho olor a tabaco y a callos y con no poca ironía. Sin embargo, la
cuidada planificación, el aire melodramático, un montaje narrativo en el que se
van solapando diversas historias, el estandarizado doblaje (recordemos que los
principales protagonistas son actores amateurs),
todo ello transforma el producto en una versión desnatada de ese neorrealismo
italiano, mucho más comprometido y crudo que el español, que fue importado por
los Nieves Conde, los Juan Antonio Bardem y los Luis García Berlanga de la
época, al calor de las Conversaciones de Salamanca. Como metáfora del film, ese grajo encerrado en una
minúscula jaula, imagen y símbolo de una sociedad enclaustrada en su
mediocridad e insensible ante las conquistas de la modernidad. Como decía Rafael Azcona, en la España de la época, cuando un bebé berreaba en una plaza de
toros, y no dejaba de molestar, la madre le miraba con ternura y le decía:
“calla, rey de España, y mira como el toro le saca las tripas al caballito”. ¡Así
es la piel de toro!
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