Cioran escribió que la razón “es una puta que sobrevive mediante la simulación, la versatilidad y la
desvergüenza”. Y la ciencia, hija predilecta de la razón, es el ejemplo
perfecto. Durante siglos, y también en la actualidad, la ciencia ha tenido que
esconder las vergüenzas de sus acciones. La ciencia es una actividad (y una
disciplina) que ha caído, a menudo, en el distanciamiento inhumano y en una
falta de empatía repleta de crueldad. Buena parte de los científicos de los
últimos doscientos años han metido la pata hasta las trancas, dejando en ridículo
a la comunidad científica. Eso lo sabe casi cualquier ciudadano medianamente
informado. Es decir, que no lo sabe todo el mundo, debido a esa mitificación
cuasi primitivista con la que tratamos a la ciencia, amiga del progreso y
aliada de la distopia. En todo caso, el film
es uno de esos ejemplos bienintencionados que se propone denunciar la
ignorancia de tiempos pasados, mostrando la normalidad con la que se
desenvuelve la crueldad frente a lo desconocido, que normalmente se identifica
con los más débiles (razas, animales, culturas, etc.). Sin embargo, las
interpretaciones, varias situaciones y muchos diálogos no son del todo
convincentes, así como el desarrollo estereotipado y parcial de la sociedad en
la que está ambientada la historia. La buena intención de origen se transforma,
así, en una película plana y sensiblera, como ha resumido acertadamente Carlos
Boyero. De todas formas, es un ejemplo palmario de la estulticia humana, que no
tiene edad y que se agazapa en cualquier tipo de personas, sean pobres o ricas,
estén formadas o sean totalmente analfabetas. Y, como ejemplo, podría servir
adecuadamente en la enseñanza obligatoria de las sociedades de masas en las que
vivimos. Pero seguro que está película, con todos sus defectos, no llega a las
aulas.
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