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El camino de las adaptaciones es
tortuoso. De la maravillosa obra maestra de Bram Stoker se han realizado todo
tipo de versiones (desde el
Nosferatu
de Murneau hasta
Nosferatu en Venecia)
pero, sin duda, esta es una de las más extrañas y asombrosas.
Corrado Farina,
escenógrafo, escritor y director de cine italiano, originario de la alta
burguesía savoya, da forma a una alegoría sobre el capitalismo y la tecnología
a partir de la premisa de que los mitos no mueren, solo se transforman. Así, la
figura
gótica del vampiro se
convierte en un gran propietario de medios de producción y de distribución de
bienes y servicios que sigue
chupando la sangre a sus pobres víctimas, en este
caso literal y metafóricamente hablando, con la ayuda de la casta en el poder. De
hecho, ese gran propietario se llama Giovanni Nosferatu, nada menos. La excusa
argumental que dirige toda la trama gira en torno a un ingeniero de una
compañía química, Alberto Valle, que es invitado por el dueño de un
conglomerado de empresas (Adolfo Celi), a su
siniestra mansión de campo, para
recibir una propuesta de ascenso. El
film
es una de esas rarezas propias de la irredenta década de los setenta, de una
gran fuerza simbólica y de denuncia, y resulta curioso que esté tan olvidada
dentro del panorama cinematográfico actual. Por otro lado, la dirección se ve
algo lastrada por modas visuales coyunturales y a la trama, claramente, le
sobran algunas secuencias (como la de la partida de golf y la de los anuncios
en
blanco y negro). En todo caso, una película a reivindicar, por su enorme
poderío crítico, tanto frente al
status
quo como frente a las fibras de lo convencional, la sumisión y la
normalización sobre las que se sostiene.