Como en la fantasía de Alex (el
protagonista de La naranja mecánica),
cuando está leyendo La Biblia, Gibson
sueña con poder estar, precisamente, en la flagelación y en el calvario de Cristo. Con probabilidad, la etapa de la vida de Jesús que es menos interesante
por su escaso valor pedagógico. Sin embargo, por el contrario, si la intención
es mostrar el sufrimiento del hijo de Dios, Mel Gibson aborda con detalle el
castigo físico y psicológico al que se le sometió. Además, parece claro que
esta insistencia visual en la carne lacerada y mortificada provoca una cierta
atracción. Por eso Gibson, en realidad, está mostrando también el espíritu masoquista de una buena parte de la raza humana, la falta de empatía e,
incluso, la indiferencia frente a la crueldad y frente al dolor ajeno. Hay, por
tanto, una cierta estetización de la violencia y del sufrimiento (acentuada por la inclusión de Caviezel y Bellucci), algo que
repugna a Claude Lanzmann, por ejemplo, el autor de uno de los más respetuosos
homenajes a la desolación judía durante el Holocausto. La película, sin
embargo, se cura en salud afirmando que la trama no tiene por qué ser
exactamente lo que ocurrió en la historia. Por otro lado, el estilo fílmico del
director es bastante plano, tibio, convencional, así como la imaginería que
propone, bastante típica de Hollywood, al contrario que la presentada por
Scorsese en La última tentación de Cristo
o por Pasolini en El evangelio según San Mateo.
Finalmente, podría compararse con el final de la serie de TV de Zeffirelli sobre
la vida de Jesús.
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